Las casas contienen el espíritu de sus habitantes
Cuando ellos se van se lo llevan
Aquel verano, el
patio era un vergel lleno de macetas con flor de azúcar, alegría del hogar y
oreja de elefante. En cada escalón de la escalera crecían distintos tipos de
suculentas, plantas de moneda, hiedras y enredaderas moradas y verdes que se
abrazaban a la baranda y luego trepaban por las columnas del balcón hasta el
techo llenándolas de flores pequeñas de color blanco. Desde ahí chorreaban
geranios rosas, blancos y colorados y helechos. La parra formaba un techo vegetal
que daba una sombra fresca al patio de donde pendían racimos de uvas verdes
como caireles de una araña enorme. Allí se posaban puntualmente al mediodía las
palomas esperando la comida. En cada pared adornada con mosaicos andaluces colgaban
macetas con malvones. La música siempre presente y suave provenía de un lugar
ignoto y lejano. Estar ahí era trasladarse a otro sitio lejos de Palermo. El
ambiente que allí reinaba era atemporal y hacía sentir libre y despojado de
toda preocupación a cualquiera que allí estuviera. Siempre podía percibir el aroma a albahaca fresca y a
puerros que provenía de la verdulería del local al lado, distintos perfumes de flores
y sahumerios iba percibiendo en cada rincón. El sótano en forma de ce que
acompañaba la ochava de la esquina por el que se bajaba por una escalerita
angosta con mucho olor a humedad era un
lugar de inspiración artística y pucheros cocinados con verduras robadas
y algún pedazo de carne dura en una vieja garrafa. Fue también guarida de
alguna que otra laucha. Allí solían reunirse frecuentemente artistas o pretenciosos
de serlo y comenzaban interminables, acaloradas e irreconciliables discusiones sobre
arte y política o viceversa que iban ascendiendo de tono a medida que las botellas
de vino descendían en su contenido. Las mismas
anécdotas sobre mujeres y borracheras contadas miles de veces de las que todos
conocían el final producían las mismas ruidosas risotadas e insultos afectuosos.
En esas noches el patio se llenaba de música que nadie escuchaba y de color
azul del humo del asado y cigarros que traspasaba la parra como si fuese un
gran colador subiendo hasta desaparecer en el incomparable cielo palermitano. Las
mañanas tenían un ritual rutinario, el tango, pasar revista a cada planta con el
mate en la mano, el riego, El Clarín sobre la mesa. Las tardes en el tallercito
de arriba, música clásica, el óleo, la trementina, el guardapolvo con más
pintura que los cuadros. Las noches, algún libro al azar con una copita de
ginebra fumando un purito. Yo latía gracias a la vida que solo a él le
pertenecía. Vi llegar mujeres furtivamente y desaparecer de la misma forma.
Otras permanecieron por más tiempo pero nunca llegaron a ser parte de él.
Fueron como invitadas por un rato más prolongado.
Su aspecto empezó a cambiar poco a poco, sus rutinas
comenzaron a ser más lentas y menos frecuentes. Empezó a dormir más de lo
habitual. Su piel se tornó de un tono macilento. Los silencios comenzaron a
alargarse. Los amigos de siempre no dejaron de venir pero ya lo hacían
esporádicamente y aparecieron otros provenientes de lugares y tiempos lejanos.
También llegaron familiares que hacía mucho tiempo que no veía acaso fingiendo
preocupación y no morbo. Las charlas ahora eran en voz baja, reflexivas y
llenas de recuerdos nostalgiosos con risas breves y desganadas. Un día lo vinieron
a buscar y se lo llevaron.
La mañana de otoño era fresca, el aire transparente, los
plátanos de la calle se habían vuelto dorados y el cielo era perfecto. Ese día,
su hijo volvió pero sin él acompañado de obreros uniformados de azul. En un
rato, se llevaron todo menos las plantas. Cuando se fueron sentí como se
cerraba la puerta con un sonido grave, seco y profundo. La llave giró por última
vez. El timbre no volvió a sonar, tampoco el teléfono. Todo se quedo quieto.
Los días y las noches eran todas iguales, solitarias y oscuras. Los sonidos se
tornaron ajenos y distantes, las plantas comenzaron a marchitarse lentamente
como esperando que él regresara pronto. Las palomas ya no volvieron a esperar
su comida. La pintura de las paredes del patio, como si fuesen mi piel comenzaron
a chorrearse y a empalidecer, las barandas de hierro del balcón se oxidaron y a
mostrar colores antiguos, los vidrios de las puertas y de las ventanas cerradas
se opacaron y envejecieron rápidamente. El patio se vació de sonidos y de aromas.
Ayer llovió todo el día, hizo mucho frío. El viento
arrancó las últimas hojas de los plátanos y el color gris de cielo lo hacía parecer
plano. Repentinamente sentí como se desprendía la larga canaleta de zinc que
colgaba sobre el hall que asoma al patio. Comenzó a balancearse pendiendo de un
extremo como el brazo de un gigante moribundo. Finalmente se cayó.
Creo que él se fue para siempre y yo con él.
Dedicado a mi hermano elegido Santiago Caneda Blanco
Dedicado a mi hermano elegido Santiago Caneda Blanco
Enrique Manuel García